febrero 02, 2009

Reflejos

Era de dimensiones descomunales, de un verde grotesco y con un pomo dorado muy opaco y desgastado; ésa era la puerta que desde que tengo uso de razón bloqueaba la entrada a aquella habitación.

Aquella mañana cálida de fines de Otoño (como pocas en ésta época) me desperté muy temprano, tanto que aún estaba oscuro. Intuí que la mañana era cálida porque las ropas de cama estaban por todo el piso y yo no tenía ni el más mínimo atisbo de frío. Bebí un sorbo del vaso de agua que dejo en mi velador, junto a la cama, todas las noches y me senté despreocupada en el borde de la cama. Desnuda – como es un hábito en mí – me dirigí al cuarto de baño, cruzando la habitación de color rosado pálido, me senté en la taza de baño y mientras orinaba giré la llave de la ducha.

Cuando el agua estuvo a una temperatura adecuada, me metí en la ducha sin tirar la cadena del baño. Como siempre, fueron los minutos más gloriosos de la mañana – sentir el agua tibia recorrer mi cuerpo y el jabón acariciar mis curvas – pasé por lo menos quince minutos sin mover ni un músculo bajo la regadera pensando en las cosas que debía hacer hoy.

Salí alegre de la ducha mientras pasaba por mi cuerpo una toalla, eliminando los excesos de agua, y puse una toalla de mano enroscada sobre mi cabeza para secar mi cabello mientras al unísono tiraba la cadena del baño.

Salí del baño desnuda, con la toalla en mi mano, y comencé a elegir mi ropa, un momento después estaba vestida con un pequeño short blanco y una ligera camiseta de color azul.

Terminé de secar mi cabello y bajé al primer piso por algo para desayunar. Tanto Gregorio como los niños, e incluso mi Madre que nos visitaba, no se encontraban en la casa, habían salido anoche por víveres y por la gran tormenta que azotó el pueblo debieron buscar refugio en un motel, no muy lejos de aquí.

Estaba tostando algo de pan cuando unos pasos resonaron en el segundo piso y me alertaron, pensé que podría ser un ladrón, así que me armé con un enorme cuchillo de cocina y subí las escaleras. Como nunca, los escalones crujieron bajo mi peso, pudiendo alertar a quien quiera que estuviera arriba.

Después de un rato, cuando ya había revisado todas las habitaciones, volví a sentir los pasos, esta vez pude definir muy bien de donde venían, así que dirigí mi mirada hacia la enorme puerta verde que cerraba el paso hacia el ático.

Me acerqué y pensé que era ridículo que alguien estuviera dentro porque la puerta estaba con llave desde que era niña; pero cuando estuve a tan solo un paso de la puerta noté, con recelo, que la puerta no estaba cerrada, sino que estaba abierta, dejando un pequeño espacio de aproximadamente un centímetro entre el canto de la puerta y el marco de la misma.

Apreté el mango del cuchillo y empujé la puerta. El portal se abrió, dejándome ver una escalera polvorienta, casi en ruinas, que subía hacia el ático. Comencé a subir lentamente con todos mis sentidos atentos ante cualquier falla en los escalones que pudiese provocar una caída.

Cuando estuve arriba, me sorprendió la exagerada cantidad de polvo y telas de araña que adornaban el lugar y que, además, cubrían unos cuantos muebles que estaban escondidos bajo sendas sábanas blancas.

Revisé con cuidado la habitación y mi corazón encontró el relajo cuando confirmé que tan solo yo estaba ahí.

Aprovechando la ocasión, curioseé por todo el lugar, revisando hermosos muebles empolvados y admirando una armoniosa ventana redonda que dejaba entrar suaves ases de luz. Hasta que consulté a mi reloj la hora y éste me anunció que ya casi era medio día, con lo que confirmé que me había atrasado en todos los menesteres del día.

Cuando estaba por bajar las escaleras, me llamó la atención un enorme mueble cuadrado que estaba junto a la entrada del ático; lo destapé y descubrí bajo las polvorientas mantas un gigantesco y hermoso espejo, que parecía ser de la época colonial. Mirándolo con atención vi anonadada como mi rostro parecía envejecer rápidamente, tanto que los colgajos de piel denotarían unos noventa años. Me asusté y bajé tan rauda como pude, llegando abajo extremadamente cansada y con un esfuerzo titánico cerré la puerta para clausurar una vez más el ático.

Eso mi querido diario fue ayer cuando aún tenia treinta y dos años - hoy represento el triple - y tendida sobre mi lecho de muerte observo con vista cansada a mis seres queridos que no entienden nada, y ahora el furioso sueño de la muerte se apodera de mis párpados...

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