febrero 02, 2009

Zancudos

El pequeño Tobías se quejaba, debido al creciente calor y humedad que había en los huertos del pueblo. Su Madre lo intentó calmar mientras mataba un zancudo que extraía sangre desde su pantorrilla.

Terminaron de sacar las rojas y carnosas ciruelas - para depositarlos tiernamente en los canastos de mimbre - dieron una última mirada a los árboles que proyectaban las postreras sombras del día sobre la húmeda arena, y salieron del huerto cerrando tras de ellos la puerta hecha de tablas de madera.

Caminaron cuesta arriba por los estrechos pasillos de piedra (adornados por árboles por donde se mirase) toda la familia iba intentando sacar fuerzas para avanzar lo más rápido que pudiesen, para poder llegar a la casa antes del anochecer; además la enorme cantidad de zancudos les motivaba aún más.

Cuando dieron la vuelta a la última esquina, la que estaba justo antes de la casa, la alegría de Tobías fue tremenda, así que su Madre lo dejó sobre el templado suelo y él corrió hasta el portal, donde aguardó a que llegara el encargado de la llave del candado que custodiaba la enorme puerta.

Entraron a la casa, guardaron las frutas en el depósito - para retardar el proceso de descomposición - y se apresuraron para tomar la merienda. Una vez que estaban todos satisfechos se levantaron y, mientras unos lavaban la loza que utilizaron, la Madre de Tobías, antes de ayudar con los menesteres, lo fue a acostar, ya que el pequeño había caído rendido durante la merienda.

Cuando estaba en camino a los dormitorios para acostarlo, escuchó que le decían que debía dejarlo con las puertas y ventanas bien cerradas por la cantidad exorbitante de zancudos que había este año en el pueblo.

Recostó a Tobías cuidadosamente, procurando no despertarlo mientras le ponía una sábana encima y se retiró.

La reunión familiar duró hasta altas horas de la madrugada, hasta que las velas - que ya no podían luchar más por iluminar el ambiente – se apagaron.

La Madre de Tobías entró a la habitación a oscuras y notó que el pequeño estaba inquieto y que reclamaba por la picazón, su Madre lo consoló y se acostó para dormirse.

Al otro día la mujer despertó con el alba y se limpió los ojos llenos de sueño, miró al pequeño y gritó ahogada por el llanto, tomó al pequeño entre sus brazos y lo examinó apreciando con horror como todo su cuerpo, centímetro tras centímetro, se encontraba adornado de enormes y rojas ronchas. El pequeño abrió sus hinchados párpados, miró a su Madre, estiró su bracito para tocarle el rostro y dio un último suspiro. El cuerpo de su Madre se estremeció.

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